HISTORIAS CORTAS: El campo de tiro

Imagen de Johan Potma.

La gigantesca mole de dimensiones ciclópicas, llena de pelos tal como un erizo lo está de espinas, abría su boca (que bien podría ocupar un cuarto de lo que era su cuerpo), mientras lanzaba escupitajos al ser que tenía agarrado entre sus férreas manos, a modo de tenazas inamovibles que iban acercando y alejando a la pequeña criatura alada de su boca mientras una lluvia salivar furiosa se adhería a todo el cuerpo del insignificante ser, que no sabía ya donde dirigir su mirada para evitar la humedad que venía acompañada de gritos atronadores.

Yo desde un rincón oculto del bosque, aquella tarde de invierno de  2017, hace dos años, presenciaba la brutal escena que aún sigue resonando en mis tímpanos, cada vez que recuerdo los temblores que azotaban a toda la tierra, cada vez que una titánica pierna de la criatura se hundía furibunda en el suelo.

Mi padre siempre me decía: “Julius, apártate de los problemas ajenos, son como un pastel inacabado y fétido que jamás deberías probar si no quieres que tu estúpida barriga u otras cosas peores se resientan”.

Yo siempre pensé que una barriga no podía ser estúpida, pero no era plan de discutirle eso al “pater” cuando su voz se parecía tanto a la de aquel ser. Es más, la situación podía incluso ser cómicamente similar: yo atemorizado, bajo la sombra de mi predecesor, con las manos agarrando mi diminuto cuerpo mientras mi padre ladraba sobre mi coronilla hasta que le entraba la suficiente sed para desear una “Mahou helada” del frigorífico. Estas ocupaban un estante entero del electrodoméstico. Aun recuerdo a mi madre desgañitarse en peleas que acababan con varios platos destrozados alrededor de la puerta de madera de la cocina: “Pater” escapaba al bar de la esquina, el que estaba nada más salir del bloque de apartamentos donde vivíamos en Valencia.

El lanudo cíclope llevaba un sombrero pequeño en lo alto de su atestada cabeza e incluso vestía una puñetera corbata amarilla de rayas blancas. Aquel ser seguro que no se había desposado, sino era inconcebible un gusto tan cacofónico como aquel, para conjugar prendas con su bermellona apariencia.

 Estaba lleno de flechas clavadas en torno a su espalda  y torso, una incluso casi acertó a su ceja, casi tan grande como una de mis manos. Su único ojo totalmente amarillo no dejaba de mirar al animal de ojos saltones que agarraba justo por debajo del minúsculo puro que sobresalía de sus graníticos dientes. Estaba encajado entre dos de ellos, grandes bloques de Calcio rectangulares, que de seguro podrían masticar su cabeza sin apenas tintarse.

—¡Nunca más pienso hacerte caso, bicho de mierda! —La voz de aquella enormidad tronó creando repetidos ecos que llegaron a mis oídos desde diferentes direcciones—¡Me has oído, mala imitación de tu primo, nunca más!

—A mi no me compares con ese estirado paticorto de cupido, seguro que practica la sonrisa delante de un espejo. —La cosa entre sus manos parloteó con una voz estridente, repleta de gallos que hacían más daño al oído que el volumen de la conversación de su compañero—. Mi pañal seguro que está mucho más limpio y mi arco es mucho mejor. Solo quería practicar  un poco la puntería. ¿Qué iba a saber yo que nos metíamos en un campo de tiro repleto de imitaciones baratas de Robin Hood?, no me eches a mi la culpa, échasela a esos humanos, que disparan a la primera cosa bella y perfecta que ven.

El gigante abrió y cerró la boca antes de colocar la comisura de los labios a modo de una sonrisa siniestra. Desde su garganta se oyó un gutural gruñido antes de bajar su boca hasta la criatura con alas blancas, vestida con un único pañal, a juego, y un pequeño arco verde en su diminuta mano izquierda.

—¿Crees, sinceramente, que soy bello…?

Esto lo dijo al tiempo que sus pasos se alejaban del lugar, retumbando por todo el bosque. Uno o dos árboles fueron encontrados en el suelo al día siguiente, cuando en las noticias hablaron de un campo de tiro completamente arrasado. En primera plana aparecía una construcción destruida hasta sus cimientos y cortaron la imagen antes de mostrar los cuerpos desmembrados de más de treinta personas, que pertenecían todos, según se supo al club de tiro “la cazuela”. Ninguno excepto yo mismo, había sobrevivido al brutal ataque del titán rabioso. La flecha cercana a su frente fue la que hizo que desviara su atención lo suficiente para perderme de vista y permitirme que me escondiera. He tenido pesadillas recurrentes durante estos dos años y aún hoy, no me atrevo a contar a nadie nada de lo que pasó. En estas páginas os cuento, de manera anónima esta historia verídica que se que no pasará de ser un cuento más para todos vosotros.

Si oís alguna vez a un pequeño ser alado pediros practicar con vosotros, no os neguéis ni le disparéis. Es un consejo.

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